A cien años de la visita de la infanta Isabel "La Chata" a Argentina

El mes de mayo de este año resultó inolvidable para los millones de argentinos que se lanzaron a las calles a celebrar el Bicentenario de la Revolución de Mayo, que en ese mismo mes, pero de 1810, consiguió el primer gobierno nacional y fue la antesala de la independencia de las Provincias Unidas del Sur. Pero también en mayo de este año se han conmemorado 100 años, precisamente, de la visita de Doña Isabel a la Argentina, que atravesó el océano Atlántico como invitada de honor del Gobierno de Irigoyen a las celebraciones del Centenario.

Por aquel entonces, Alfonso XIII había sido el invitado de honor para festejar en Buenos Aires la consolidación de Argentina como país independiente de Madrid. En España, sumida en sus propios conflictos políticos por la brusca caída del gobierno Maura, no pareció conveniente que el rey se ausentara en tan largo viaje, pero teniendo cuidado de no menospreciar la invitación, se eligió a la infanta Isabel, a pesar de su avanzada edad, como delegada y digna representante de la familia real en esta misión. El viaje de la Infanta fue un hito de las relaciones hispano-americanas y de la propia historia de la Corona española. Con una larga experiencia en funciones públicas, por la cual se había ganado el apelativo de “el sostén de las instituciones”, Doña Isabel era el personaje más carismático de la monarquía y por ello supo ganarse el afecto de los argentinos de entonces y la memoria de los de hoy.

El periplo del buque Alfonso XII, a través del Atlántico, una epopeya mundana de la época, contó, a petición de la infanta, con periódico a bordo que recogía las vicisitudes del encumbrado pasaje. En su biografía de La Chata, Francisco Azorín recuerda que, al pasar el Ecuador, su alteza dio permiso para cambiar el atuendo por pijamas de seda. En Buenos Aires, el eufórico gentío estuvo varias veces a punto de aplastarla, y el recuerdo de aquella señora imponente y simpática que supo ganarse el corazón de los argentinos, perduró en la memoria popular por muchos años y acabaron denominándola “madre del pueblo”. De esa visita ha quedado un registro completo en el valioso testimonio, titulado Viaje de S. A. Isabel de Borbón a la celebración de las fiestas de la independencia argentina, a pedido de la infanta, lo fue escribiendo el marqués de Valdeiglesias apenas dejaron Cádiz a bordo del transatlántico Alfonso XII. Son 34 cartas que incluyen, además de la crónica, ilustraciones, saludos de personalidades y poesías que le fueron dedicados a Isabel durante los festejos patrios. También consta un relato pormenorizado de su visita al pueblo de Luján, donde entregó la bandera enviada por la ciudad de Zaragoza y el discurso del embajador español en el acto durante el cual se colocó la primera piedra en el monumento ofrecido por los españoles a la República Argentina. Las crónicas fueron publicadas en el diario La Época, de Madrid, propiedad del marqués de Valdeiglesias. En la presentación que hace de este texto el Instituto Cervantes se las valora como “una ejecutoría imperecedera a los nuevos lazos de la fraternidad de América hacia la madre patria que dio a aquel mundo vida civilizada y eternas auroras de próspero y amplio porvenir”.

La infanta arribó en Buenos Aires el 18 de mayo y residió allí durante dos semanas. El ambiente de recibimiento se preveía hostil. El gobierno argentino había decretado el estado de sitio. Los anarquistas, contrarios a la presencia de un miembro de la familia real, amenazaban con la huelga general, altercados y atentados desde el momento en que la infanta pisara suelo argentino. La alta sociedad argentina formó grupos de voluntarios para proteger a Doña Isabel, pero todo marchó muy bien. Además del presidente de la Nación, Figueroa Alcorta, cientos de personas se acercaron a darle la bienvenida con banderas españolas y argentinas cuando ingresó al puerto escoltada por buques de guerra. Muchas veces durante su estancia en Argentina, Doña Isabel se desplazó en coche abierto de cuatro caballos, bajo la intensa lluvia sudamericana, mostrándose cercana a la gente y particularmente emocionada cuando se encontraba con la comunidad española que residía allí. Sus cocheros refunfuñaban porque, cada dos por tres, la ilustre dama ordenaba que parasen y abrieran la capota del coche, porque ella quería ver a los argentinos, y que ellos la vieran, aunque diluviara. La infanta soltó al fin una frase maravillosa que todos esperaban oír: “Si están aguardándome a pie firme hace rato, ¿voy a refugiarme yo de unas gotas? Abran el landó, hombres de Dios, y no se preocupen por nada, porque ustedes cumplen con su deber, como yo quiero cumplir el mío. Si se moja el pueblo, ¿por qué no he de mojarme yo?”.

La infanta cayó muy bien a los argentinos desde el principio. Las imágenes en blanco y negro muestran a la infanta con expresión vivaz y sombrero oscuro a bordo del buque, los grupos de su comitiva que la rodeaban en cubierta, la llegada a Buenos Aires, con escolta de naves de guerra, ascendiendo al coche junto al presidente Alcorta, entre otros fragmentos de escenas mudas, pero elocuentes, de la bienvenida que le brindó la ciudad en aquellos días de 1910. Al día siguiente de su arribo, un cronista escribió en La Nación: “España no nos envía un gran título solamente: nos envía también una gran mujer (…). Ganó el corazón de la gente por su inteligencia, buen humor y tacto, llamando la atención que, no obstante la agobiante actividad desarrollada en doce días, conservara la misma gracia, don de gentes y amabilidad”. En Buenos Aires, Doña Isabel presenció una revista naval y un desfile militar, colocó la piedra fundamental del Monumento a los Españoles, fue recibida en el Congreso Nacional, asistió a un festival en el Teatro Odeón en el que actuaron María Guerrero y Díaz de Mendoza, visitó el Hospital Español y asistió a una recepción en el Palacio Miró. Participó en la inauguración del Pabellón de España en la Exposición de las Naciones. Donde fuera, escuchaba multitudes entusiastas que clamaban “¡Viva la infanta de España!”, a lo que ella respondía: “No, a mí no, al rey, ¡Viva el rey!”. Pero a los argentinos el rey les importaba muy poco, y seguían con sus ovaciones. Más tarde, de regreso en Madrid, le relataría con emoción a su sobrino. “Aquello sigue siendo nuestro, Alfonso, aunque ya no lo sea. Reaccionan como nosotros. Si les hubieras oído decir ¡Viva la Chata! Con acepto argentino… Claro que han gritado mucho más ¡Viva Alfonso XIII!...”

A su vez, Isabel fue anfitriona a bordo del buque en el que había viajado y se despidió en el denominado -y desaparecido- palacio de Bari, donde se había alojado. Su simpatía y cercanía, a pesar de ese imponente aspecto regio del que ella jamás renegaba, hizo aflorar sentimientos de patrias fusionadas: españoles y argentinos en una celebración común. En uno de sus discursos, en Luján, invocó el recuerdo de su antepasada Isabel la Católica, la reina que descubrió América, y por ello la gente le gritaba por la calle: “¡Viva Isabel la Católica!” en alusión a ella misma. El Ayuntamiento de Buenos Aires decidió bautizar una calle, en el barrio de Palermo, con el nombre de la Infanta. El presidente Figueroa Alcorta la despidió oficialmente con palabras de gran calado: “De hoy en adelante, la infanta Isabel será para Argentina algo más que una princesa ilustre: será una verdadera amiga”. La infanta permaneció en Argentina hasta el 2 de junio y fue, como dijo la prensa “el número bomba de los festejos”. “Veintitantos días de jaleo”, escribía un cronista, “sin apenas descanso, no hay quien los resista. Doña Isabel los resistió como si fuera una chavala”.

 
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