La posible biografía de Letizia Ortiz

El conde de Balfour dejó dicho que las biografías debieran ser escritas por los enemigos inteligentes de los biografiados. Entre los candidatos a escribir una biografía de Letizia Ortiz sin duda hay mucha enemistad y será más delicado eludir la cuestión de la inteligencia. No hablamos aquí de los grandes del género –Maurois, Emil Ludwig- sino de gente que busca, como decía Pla, deformar para producir interés. Es una de las herencias literarias de lo último del siglo XX: las biografías ‘desmitificadoras’, las biografías en contra, alejadas del propósito de grandeza de la biografía clásica, es decir, despertar la admiración más sana, alentar sentimientos de calidad, erigir como ejemplo la vida de los prohombre, rendirles tributo y promover su memoria, así como instigar ese espíritu de emulación que figura entre las más elevadas tareas de la educación y que es puerta de entrada, en cada vida, para encontrar los  propios propósitos. Era el esquema, aún válido del “dime a quién admiras y te diré quién eres”. Por lo que uno ha podido consultar con escritores que han hecho novela y biografía, este último género necesita de mayor madurez. Por otra parte, la concepción romántica según la cual la biografía es la verdadera historia es algo que sólo vive en el olvido.

De las familias reales de España se ha sabido todo y no ha pasado nada. Una Corona que ha sobrevivido a dictaduras, repúblicas, exilios, prohombres y felones y monarcas de importación, sobrevivirá sin problema a cualquier revelación del pasado de la princesa de Asturias. Algún comentarista agudo ha puesto en duda, con toda razón, que haya en efecto un secreto en la vida de Letizia Ortiz. En todo caso, de ella, como de cualquier otra persona que haya merecido tantas páginas –de Fernando Alonso a Mariano Rajoy- sabemos mucho casi sin querer. También puede argüirse que es a los treinta años cuando se empieza a vivir, más cuando se pasa de Valdebernardo a la Zarzuela. Por supuesto, quienes mejor podían escribir sobre la princesa optan por virtudes como la discreción o la lealtad, quizá anticuadas pero aún operativas. Asentado el hecho de que los historiadores han de necesitar una biografía, quien la escriba puede cubrirse de dinero pero no se cubrirá de gloria, aunque sólo sea porque hurgar en el pasado de una mujer casada y con dos hijas está entre las cosas que suelen considerarse como feas. ¿Censura? Se ha dicho ya lo que se ha querido sin que actúe el CNI.

Alentar el debate “biografía sí / biografía no” simplemente ahonda en la cuestión de la idoneidad de la princesa. Es algo tan cómodo como que el hecho ya es irreversible y por tanto permanece fuera de controversia real, al margen de que los matrimonios de la realeza no mueven fronteras como en el siglo XVII. Un cierto espíritu de rectitud llevará a considerar que lo que nos parece Letizia Ortiz es que es –sencillamente- la princesa de Asturias. Dicho de otra manera, no la hay mejor aunque sólo sea porque ya no la puede haber mejor. Debe también considerarse que, en tanto que los príncipes no tienen funciones propias asignadas, todas sus funciones son funciones del rey. Así lo entiende el derecho político y ahí ya no hablamos de una periodista que se convierte en princesa sino de algo más alto e importante. Aplicarse en la irresponsabilidad será muestra de intención más bien torticera. Por otra parte, ni el peor de los escándalos causaría hoy más de cinco minutos de revuelo hasta que hubiera otro escándalo en el que recayera momentáneamente la volatilidad de la opinión pública. Por supuesto, en esta discusión nadie se ha parado a considerar el derecho de reacción ante la inexactitud o la mentira: uno puede decir lo que quiera porque se sabe que esa reacción no ha de producirse. Las críticas actuales a la discreción de la princesa ocultan que se hubiera criticado mucho más su indiscreción.

 
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