Así fue, hace 35 años, el ascenso al Trono de Don Juan Carlos de Borbón

Pero desde los sectores más ortodoxos del franquismo las cosas no se veían así y cuando la salud del ‘Generalísimo’ comenzó a resentirse pensaron en diferentes formulas para que el régimen pudiera sobrevivir sin su fundador. Incluso llegaron a plantear como sucesor a Alfonso de Borbón y Dampierre, también nieto de Alfonso XIII y marido de una nieta de Franco, persona que, además, estaba más próxima al Movimiento. Desde la oposición al franquismo los moderados veían en el príncipe de España a un discípulo del general, mientras que los monárquicos le rechazaban por ser su padre, Don Juan, el titular de los derechos dinásticos.   En las Fuerzas Armadas el Príncipe, que ostentaba el grado de general, tenía un apoyo incontestable, pues había sido designado por Franco. En la designación del príncipe como futuro Rey, cuando los asesores de Don Juan Carlos buscaban el título que pudiera usar en adelante, estando prohibido el de príncipe de Asturias y descartado el de príncipe de Borbón, fue Doña Sofía quien apuntó: “¿Y por qué no príncipe de España?”. Y así fue.   En este marco se produjo la jura de Don Juan Carlos como Rey tras la muerte del dictador, quien dejó escrito un testamento político en el que pedía apoyo para su sucesor: “Por el amor que siento por nuestra Patria, os pido que perseveréis en la unidad y en la paz y que rodeéis al futuro Rey de España, Don Juan Carlos de Borbón, del mismo afecto y lealtad que a mí me habéis brindado y le prestéis, en todo momento, el mismo apoyo de colaboración que de vosotros he tenido”.   A las 3.20 de la madrugada del 20 de noviembre de 1975, Juan Carlos de Borbón recibió la llamada que venía temiendo desde hacía meses. El doctor Vicente Pozuelo le informó personalmente de que Francisco Franco acababa de fallecer. Aún faltaba un par de horas para que la noticia se hiciera oficial y, años después, el Rey recordó que se le hizo de día de pie ante la ventana de su dormitorio, mientras pensaba qué hacer cuando aquella mañana el mundo se pusiera en marcha. Ya había amanecido sobre los montes de El Pardo cuando Don Juan Carlos se dio cuenta de que Carlos Arias Navarro, presidente del Gobierno, no le había llamado. De hecho, nunca se le comunicó oficialmente la muerte del hasta entonces jefe del Estado.   A primera hora de la mañana, los Príncipes Juan Carlos y Sofía fueron al Palacio de El Pardo a darle el pésame a Doña Carmen Polo, viuda de Franco, y volvieron al mediodía para asistir a la primera de las misas corpore insepulto que se oficiaron por el dictador. El celebrante de aquella primera fue el cardenal Vicente Enrique y Tarancón, a la sazón arzobispo de Madrid y presidente de la Conferencia Episcopal. El mismo día que murió Franco, Don Juan Carlos, que era general de brigada, fue nombrado capitán general de los ejércitos de Tierra, Mar y Aire. Blas Leyva, ayudante de cámara del príncipe, cosió en la bocamanga de los uniformes la estrella y los distintivos que distinguen el máximo rango en el ejército, así como el brazalete negro del luto.   Durante una semana, Don Juan Carlos solo vistió uniforme militar. Dos días después, el día 22, a las 12.35 del mediodía, el príncipe de España prestó juramento como Rey sobre los Santos Evangelios ante una corona de latón dorado, un cetro y un crucifijo. Lo hizo con las siguientes palabras: «Juro por Dios y sobre los Santos Evangelios, cumplir y hacer cumplir las leyes fundamentales del Reino y guardar lealtad a los Principios del Movimiento Nacional». Alejandro Rodríguez de Valcárcel quien, como presidente de las Cortes y del Consejo de Regencia le había tomado juramento, le contestó: «Si así lo hiciereis, que Dios y la Patria os lo premien y, si no, os lo demande». Y con voz engolada y solemne se volvió hacia el hemiciclo gritando: «¡Queda proclamado Rey de España Don Juan Carlos de Borbón y Borbón que reinará con el nombre de Juan Carlos I», añadiendo: «¡Desde la emoción del recuerdo a Franco ¡Viva el Rey! ¡Viva España!». Era el primer español, desde que echaron a Alfonso XIII el 14 de abril de 1931, que gritaba tal cosa. No todas las 1.500 personas que llenaban el hemiciclo, entre procuradores, gobierno, Consejo del Reino e invitados (toda la familia Franco menos su viuda, Doña Carmen Polo), respondieron a ese grito.   Sorprendentemente han sido suprimidos de las grabaciones de audio y de las cintas de televisión las palabras referentes a Franco casi como al Movimiento Nacional. También el momento en el que todos los procuradores, puestos en pie, se volvían hacia el palco de invitados en el que se encontraba la marquesa de Villaverde para tributarle una emocionada ovación a los gritos de “¡Franco, Franco, Franco!” A las 13 horas los Reyes abandonaron el Palacio de las Cortes para iniciar un paseo por las calles de Madrid, en coche descubierto en el Rolls-Royce del dictador fallecido, hacia el Palacio Real, donde se encontraba instalada la capilla ardiente del Generalísimo.   La noche del 20 al 21 de noviembre cayó la helada sobre Madrid; ya había gente aglomerada en la Plaza de Oriente, formando filas que llevaron a extenderse varios kilómetros. Desde las ocho de la mañana del viernes, miles de españoles desfilaron durante dos días, después de haber esperado a veces durante catore horas, delante del cuerpo del Caudillo, que descansaba en un féretro expuesto en el Salón de Columnos, en el primer piso del Palacio Real. A todos les embargaba la emoción, inclusive a los que no lamentaban su partida. Muchos lloraban, la gran mayoría rezaba o hablaba en voz alta, dirigiéndose al cuerpo frío y sin vida. Algunos fieles se ponían histéricos, así que se los debía hacer salir del sitio. Otros, más discretos, depositaban cinco rosas rojas, símbolo de la Falange, o bien extendían el brazo derecho haciendo el saludo fascista. Un inválido, veterano de la Guerra Civil, se arrodilló al lado de los restos mortales y exclamó con emoción: "¡Adiós, mi general! ¡Siempre a sus órdenes!". Cientos de miles de personas dejaron su tarjeta o una flor o un trocito de papel con sus nombres, sobre las grandes bandejas dispuestas cerca de la sala. Al segundo día, hubo que instalar la capilla ardiente en un salón de la planta baja del palacio, a fin de acelerar el ritmo del pasaje: de 60 a  110 personas por minuto; en 47 horas, quinientas mil personas desfilaron delante del ataúd de caoba y bronce, adornado con rosas y un inmenso crucifijo. El príncipe de España y su mujer acudieron a homenajear por última vez los restos de quien le había devuelto el trono a la Casa de Borbón.   “Aquel día”, escribe el periodista Jaime Peñafiel, “la mitad de los madrileños se encontraban haciendo cola para entrar en la capilla ardiente del Caudillo, unos para llorarle, otros para cerciorarse que el dictador estaba realmente muerto, la otra mitad, en sus casas preocupados por lo que pudiera pasar. «Los que no saben, no contestan», decidieron tirarse a la calle para ver pasar a los Reyes por la Carrera de San Jerónimo, plaza de Neptuno, paseo del Prado, plaza de Cibeles, Alcalá, Gran Vía, plaza de España y paseo de Onésimo Redondo hasta el Palacio Real. A lo largo del trayecto había más hombres con uniforme de gala -unos 3.000, de 16 unidades de distintos regimientos, cubriendo la carrera- que personas contemplando el cortejo real, observando a Don Juan Carlos y Doña Sofía que, sentados en el coche, no sabían qué hacer. Sobre todo cuando oían gritos de ¡Fran-cooo, Fran-cooo, Fran-cooo! o ¡Abajo los Borbones! (…) Era tal el desamparo de Don Juan Carlos y Doña Sofía en aquel Rolls-Royce personal de Franco al que habían colocado, en el lugar de la matrícula que nunca tuvo, una placa azul con la corona de la Casa Real, que parecían buscar un rostro conocido, un rostro amigo (…) Afortunadamente, la marcha triunfal, y no precisamente la de Rubén Darío, finalizó sin más novedad a las 13.50 horas en el Palacio de Oriente, donde los Reyes de todos los españoles iban a realizar el primer acto público de su reinado: un tributo de homenaje a Franco orando ante sus restos mortales y testimoniar su pésame a todos los miembros de la familia del hombre que había regido los destinos de España como un dictador manteniendo a millones de ciudadanos en un puño, incluido a quien ya era el Rey de todos los españoles. Antes de entrar en el Salón de las Columnas, donde se hallaba expuesto el cadáver del general remozado, embalsamado, hierático y frío, como lo estuvo toda su vida, Doña Sofía se cubrió su elegante traje rojo-fucsia «como el revés del capote de un torero», con un abrigo de terciopelo negro, largo, hasta los pies (también se cambió de zapatos por unos negros) (…) A las 14.30 la comitiva regia abandonaba la capilla ardiente y el Palacio para dirigirse a su residencia del Palacio de la Zarzuela, de donde salieron a las 12 de la mañana todavía príncipes y regresaban como Reyes”.   El 27 de noviembre se celebró la ascensión oficial al trono con una solemne misa en la Iglesia de los Jerónimos de Madrid, y luego con un banquete de Estado ofrecido a 140 invitados en el Palacio Real. “Pido que seáis el Rey de todos los españoles”, afirmó monseñor Tarancón en su homilía, haciéndose eco del deseo expresado antes por Don Juan Carlos. “Dios bendiga esta hora en que comienza vuestro Reinado”, dijo y agregó: “Ojalá, un día, cuando Dios y las generaciones futuras de nuestro pueblo, que nos juzgarán a todos, enjuicien esta hora, puedan también bendecir los frutos de la tarea que hoy comenzáis y comenzamos”.   En el lado del Evangelio, junto a los Reyes y sentados en unos escabeles tapizados en terciopelo rojo, tres niños acaparaban en bastantes momentos la atención de los asistentes y de la cámara de televisión: Don Felipe, Heredero de la Corona desde la proclamación de su padre, que hacía gala de su seria compostura a pesar de sus sólo siete años, y las Infantas Doña Elena, de once, y Doña Cristina, de diez. El duque de Edimburgo, el joven príncipe Heredero de Marruecos, los príncipes de Mónaco, Liechtenstein y Luxemburgo, Bertil de Suecia y Alberto de Bélgica ocupaban sitios de honor, y la representación familiar estaba encabezada por los destronados reyes de Grecia, Constantino y Ana María, Luis Alfonso de Baviera, las infantas Pilar y Margarita, Irene de Grecia, los duques de Calabria, y los hermanos Borbón-Dampierre. A 1.300 kilómetros de distancia, el padre del Rey, Don Juan de Borbón, siguió emocionado desde París y a través de la televisión los acontecimientos que se vivían en España.

 
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