Kodorowski el aristócrata

Al caer el avión del presidente Lech Kaczynski, no lejos del bosque de Katyn, hubo quien recordó aquel verso de Szymborska según el cual la historia polaca cuenta sus cadáveres en números redondos. Las cuentas hablan de veinte mil en Katyn y cerca de cien en el aeródromo de Smolensk, opacado por la niebla. Lo subrayó Lech Walesa, una de las pocas personalidades europeas en cuya voz parece retemblar la Historia: “hace setenta años, en Katyn, los soviéticos acabaron con las élites polacas. Hoy, la élite polaca ha muerto cuando acudía a rendir homenaje a los fallecidos”. Walesa también insistió en el debido sentido de piedad, tan presente en la continuidad histórica de Polonia: Kaczynski y sus acompañantes acudían a rezar ante los túmulos sin nombre.

De las muchas reacciones que se siguieron en aquella misma mañana de muerte y niebla, entre el dolor y el estupor hubo quien habló de conspiraciones, de espías, de servicios secretos; hubo quien echó mano de la Teología de la Historia, y hubo quien se refirió a los supuestos apremios de Kaczynski o a la falta de fiabilidad mecánica de la aeronave. Pero nadie, absolutamente nadie, sintió el temor de que Polonia como país, Polonia como Estado, fuera a experimentar turbulencia política alguna. En una nación de historia institucional tan –perdonen el eufemismo- complicada, la normalidad en el engranaje sucesorio, según Adam Michnik, uno de los intelectuales polacos de mayor visibilidad internacional,  no deja de afirmar el éxito de tantos sacrificios: “los polacos están demostrando responsabilidad y estabilidad”. Es la derivada lógica de una historia que quiso terminar con el comunismo con una revolución “a favor y no en contra de algo, por una constitución y no por un paraíso”. Es el “business as usual” de un régimen parlamentario.

La normalidad, la responsabilidad y la estabilidad han encontrado ahora su mejor perfil en Bronislaw Kodorowski, presidente de la Cámara Baja del Parlamento polaco o, en términos formales, mariscal del Sejm, ahora ejerciente como presidente en funciones por automatismo constitucional. Casualmente, Kodorowski era –y es- candidato por el partido del primer ministro Donald Tusk, Plataforma Cívica, a la presidencia de la república, y a tal propósito venía contando con el favor de la opinión pública –en cifras superiores al 45% de apoyo- frente al finado Kaczynski. Del “business as usual” al “fair play”, ante la muerte de su rival, Kodorowski se apresuró a decir que no eran momentos para izquierdas y derechas sino para la unidad en el llanto. Kodorowski contaba –y cuenta- con el apoyo explícito de Walesa, con quien no en vano coincidió en aquellos años en que el sindicato Solidaridad no era la historia de un éxito sino una puerta abierta hacia la cárcel.

Esa militancia anticomunista en Solidaridad es uno de los avales de legitimidad de Kodorowski, vástago de una familia aristocrática consagrada desde tiempo inmemorial al servicio de las sucesivas encarnaciones de la nacionalidad polaca, historiador de formación, católico forzado a dar sus clases en un seminario y editor y periodista encarcelado antes y durante la Ley Marcial de Jaruzelski. La transición le hizo pasar del perfil heroico al perfil de político profesional –siempre en la mejor acepción-, experto en defensa, ministro y viceministro y –a sus cincuenta y muchos años- depositario de un cursus honorum de brillantez. Según el profesor Michal Natorski, en el haz de tendencias de Plataforma Cívica ocupa una posición centrista, de adscripción moderantista, vocación reformista y carácter predecible, con la suficiente respetabilidad para no ser un líder carismático y figurar, al mismo tiempo, como el político mejor valorado de Polonia. Kodorowski añade un grado de confianza europeísta a la tradicional vinculación polaca al vínculo atlántico, en parte por un escepticismo respecto a Rusia consustancial a su trayectoria. Un escepticismo que ahora parece conocer su deshielo, cuando en la prensa polaca se han valorado los gestos de Putin y Medvedev en Smolensc y Katyn como el abrazo de Mitterrand y Kohl en los campos de Verdun o aquella rodilla al suelo de Willy Brandt en el ghetto de Varsovia.

 
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