Fallo Tardà

El fallo de un sistema que permite que un diputado se pasee por la Cámara entre chulo y ufano después de haber dado un grito relacionado con la muerte del Jefe del Estado.

Fallo de las listas cerradas que se enseñorean de una ley electoral que hace que los votantes lo hagan a ciegas y, en el mejor de los casos, conociendo al primero de la lista. Aunque en el caso de Joan Tardà, los hechos han puesto en evidencia que ni siquiera había el mínimo de conocimiento. Y si lo había aún es peor.

Fallo en los mecanismos jurisdiccionales que toleran que se den gritos desaforados por parte de quienes se refugian en un fuero cuasi medieval.

Fallo de los callejones políticos que se quedan cada vez con menos salidas porque las tienen taponadas por los pactos postelectorales de gobierno y que -las más de las veces- traicionan la voluntad de los electores.

Fallo de quienes reputan como anticonstitucionales unas banderas sí y otras no, sin atenerse a ningún criterio ni histórico, ni legal.

Fallo cuando, un día sí y otro también, se pone en tela de juicio la forma de Estado que consagra una Constitución votada por los españoles.

Fallo de los que, por el sólo hecho de ser minoría, quieren imponer su criterio en virtud del pretendido derecho de los menos, sobre la voluntad de los más.

Fallo de algunos que, con harta frecuencia, recurren a la Historia como coartada de sus desmanes, ya sea para quemar leyes, fotografías o invitar a los pirómanos a ir más lejos y no conformarse con las quemas simbólicas.

Fallo en las altas instancias y de poderes básicos que, en una sociedad democrática, aplican paños calientes donde habría que extirpar de raíz.

 

Y fallo clamoroso de una sociedad que no cambia leyes y formas de gobierno -si hay que cambiarlas- por los cauces que ella misma se ha dado. Y permite algaradas callejeras, insultos de baja estofa y mantiene representantes que, ojalá, se representaran solamente a sí mismos.

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