Qué siente el príncipe

Estos días, trato de meterme en el pellejo de Felipe de Borbón para tratar de atisbar cómo está viviendo unos acontecimientos únicos, que sin duda guardan para él un sabor agridulce. Quizá incluso más agrio que dulce, a pesar de todo.

La porción amarga tiene que ver con la circunstancia de ser testigo del final de una época: la clausura del reinado de su padre.

Y también con ser consciente de que se trata de una ejecutoria que lleva a las espaldas un imponente obra hecha y que sin embargo se cierra sin que el rey haya conseguido recuperar gran parte del prestigio que tuvo y que en gran parte ha perdido según el veredicto de las encuestas.

Ver a su padre, el ‘patrón’ como siempre le han llamado en casa, renunciando a su anhelo, reiteradamente expresado, de abandonar el trono en situación de aprecio y consideración de los españoles acorde con el papel decisivo desempeñado en estos cuarenta años, ha tenido que resultar doloroso para Felipe, que siente por su padre, además de admiración, sincero cariño.

Al mismo tiempo, y como contrapartida, brotará por dentro el sano orgullo de hijo por el proceder de su padre, que con la renuncia a aferrarse al trono, con ese gesto de la abdicación que le ha costado jirones del alma, ha mostrado la medida de su sentido del deber, patriotismo y amor a la monarquía y a su hijo.

Como residuo hondo va a quedar un rotundo agradecimiento por ese saber retirarse a tiempo, sin apurar un final quizá agónico.

En su corazón, Felipe albergará también la desazón del reto que se le pone por delante, de la incertidumbre del cometido que le espera.

Se siente legitimado para afrontar el desafío del trono merced al trabajo, arduo, áspero, hasta sacrificado, que ha desarrollado durante estos años de entrenamiento y espera.

Sabe que tiene mimbres intelectuales, políticos y hasta de condiciones humanas, pero conoce que necesitará ayudas y, a la vez, un poco de suerte, si quiere culminar el reto de liderar a un país que sigue postrado y que, sin confesarlo, anhela que lo guíen hacia las soluciones.

 

Habrá también esperanza en su corazón. La misma que empieza a apreciarse ya en algunas personas y ámbitos ciudadanos, en estas primeras y madrugadoras horas de la renuncia de su padre.

Atentos, pues, a ese brotes, no verdes pero sí esperanzados, que han comenzado a apreciarse ya.

Se ha repetido hasta la saciedad que la economía es un estado de ánimo, y no faltan argumentos a esa afirmación. La salida, la salvación, la solución a los problemas graves de este país también puede pivotar sobre un estado de ánimo: esa esperanza que empieza a nacer en estas horas del cambio en la cúspide de la corona de España.

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