Monarquía 08

Siete décadas cumplidas han aflojado la urdimbre del rizo borbónico y han dejado a don Juan Carlos con el mejor perfil para monedas y medallas, ejemplo de la gravedad que aporta la experiencia y de la autoridad de la representación. Son cosas de tanta patencia que incluso pueden sobrevivir al ir y venir de los veranos en Mallorca, al escrutinio diario de un rey y una familia real que están cada día en las columnas de opinión política y en la fontanería del corazón de las televisiones. En este tiempo, la institución monárquica asume más que antes todo lo bueno y todo lo malo de su fulgor arcano y su calado en la emocionalidad pública.

El ya largo reinado de Juan Carlos I está consolidando un vínculo que une a una generación con la anterior, de modo que la Corona bien pudiera establecerse como una honorabilidad que va más allá del ‘juancarlismo’ que hizo posible la transición, entendida como el paso de una monocromía ideológica y ejecutiva en los poderes públicos a la homologación plena con las naciones de nuestro entorno geopolítico. Ese concierto de naciones entre las que España siempre ha estado, al margen de la consideración narcisista-romántica de España como anomalía histórica. Valgan dos ejemplos: Reino Unido y España como monarquías occidentales de continuidad más cierta, o la convalidación perfecta que supuso, entre las potencias de la época, las formas políticas que instauró la Restauración. Como se ve, igual que fue posible una degeneración, también ha sido posible un regeneracionismo a partir de la Corona.

Hay un contraste impar entre una II República que comenzó entre vítores y terminó entre sangres y un reinado como el de Juan Carlos I, con un comienzo más que escéptico y un asentamiento sólo posible en conjunción de tiempo, equilibrismo y prudencia. Ciertamente, había algo más grande que el asombro ante la constatación de tanto exilio y tanta vuelta borbónica, de Bayona a Cartagena y Madrid de estación ‘termini’. También es argumento poderoso que la Corona ha sido consustancial a España o que –como afirmaba hace poco Valentí Puig- la Monarquía española ha podido cometer algunos errores pero nuestras repúblicas han cometido prácticamente todos. Por paradoja, un rey constitucional y situado por encima de la política tuvo que fajarse como el mejor político.

Al margen de la quema en efigie de los reyes por parte de los tifossi del catalanismo, las formas menos histéricas de republicanismo quisieran clausurar la transición con el agradecimiento al rey de los servicios prestados y su posterior licencia. Es otra manera de articular la percepción de que don Juan Carlos ha logrado o logró establecer en su día las mejores capilaridades con la opinión pública nacional y extranjera pero la monarquía en sí, como institución, sería una excepción cuya utilidad ha terminado ante el funcionamiento normal del parlamentarismo. Aun así, toda normalidad institucional en España se sigue viendo –en un proceso cada vez más agravado- no poco turbada por la deslealtad constitutiva de los nacionalismos y la tendencia socialista a instrumentalizar la monarquía. Es por esto, seguramente, que, más allá de esencialismos y de esteticismos, la Corona es percibida como garante de la unidad de la nación, como instancia superior a los políticos y –según se ve- en buena parte supletoria. El republicanismo higienista, nostálgico y roussoniano, al margen de desconsiderar las legitimidades del rey, pone en olvido la basa de concordia y unidad que toma espesor en la Corona. No es una alegación poco pragmática, en estos días.

De Franco a don Juan, del 23-F a Felipe González y la victoria de la derecha, tantas legitimidades acumuladas se sustentan, en la práctica, en esa legitimidad de ejercicio con raíces en la función de ejemplaridad que ha de tener la monarquía. Es el ‘rex eris, si recte facies’ horaciano, es decir, ser rey en la medida en que uno demuestre su mérito para el cargo, con el añadido de responsabilidad y exigencia que eso supone a la hora de la transmisión sucesoria de la Corona. No son otras las demandas de la ciudadanía española, en un año 2008 que continúa un 2007 con alguna convulsión que –más allá de la amplificación periodística, siempre más dispuesta al vedettismo que a la opinión responsable- no dejó de ser el ‘business as usual’, sin merma de fuerza simbólica. Al final, será que no es casual encontrar tantas monarquías parlamentarias entre los países más prósperos del mundo.

 
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