Los Kennedy y el patriciado americano

Los gloriosos padres fundadores de Estados Unidos contemplaron nombrar o importar un príncipe para el país recién emancipado. Cada sociedad necesita sus aristocracias, una clase social de mito o mérito que logre hacerse ejemplar contrapunteando sus privilegios con la responsabilidad, que marque las pautas más acabadas de una época y que se preste también –por qué no- al humano chismorreo y la proyección general. En Estados Unidos, el número aparente de descendientes del Mayflower podía servir para llenar varios continentes, pero los Kennedy, eminentemente, representaban a esa clase educada de Nueva Inglaterra que sabía devolver al Estado su educación excelsa con el servicio público en la política, la diplomacia o el ejército. En paralelo, las grandes fortunas meritocráticas devolvían a la sociedad las oportunidades gozadas a través de la filantropía. Véanse los Vanderbilt o los Morgan, en tradición que sigue hasta Bill Gates. Hay mucho de este egregio patriciado americano en Henry James, Edith Wharton o, más recientemente, Louis Auchincloss. Algo de este afán de aristocracia quiere estar en las camisas de Ralph Lauren.

La mezcla de belleza y maldición de los Kennedy dio aliento mítico a la saga. Tenían ya el exotismo de su otredad católica, la tradición demócrata de los católicos de Estados Unidos. San Patricio llegaba a las escuelas episcopalianas. Los Kennedy fueron los primeros en tener conciencia de la imagen hasta llegar a ser icónicos: el debate de JFK con Nixon, el asesinato del presidente, las imágenes del funeral que hicieron llegar a medio mundo. El resto de los Kennedy ha tenido algo de la complejidad y el reparto de papeles de las familias reales bajo la sombra del rey John. Por detrás de todo ello queda la leyenda del camelot kennedyano, narrado sin igual por William Styron, cuando Jackie Kennedy importaba de Francia la cocina y los bolsos y recibía a la crema de la intelectualidad en una Casa Blanca con nueva decoración y rosaleda.

La muerte de Ted Kennedy completa aquella famosa instantánea de tres muchachos que posaban relajados y elegantes, en el mejor momento de un jardín, a imagen de un catálogo de Brooks Brothers. Sonríen todos con la sonrisa fluorada de la clase alta americana, entrenada en el deporte y el latín. Son John, Bobby y Ted Kennedy, tres hombres que aún no eran nada de lo que llegarían a ser. Con su mezcla de independencia y auctoritas, Ted Kennedy ha sido modélico como ejemplo de homo politicus puro, no de líder sino de legislador. Es un ‘ethos’ puramente americano, una gloria del parlamentarismo: hombre banal en las grandes ideas pero minucioso en el proceso, dispuesto al entendimiento, a la transacción y al pacto, a la consecución, a permitir las ideas del otro porque podía legitimarlas al ponerse en su lugar. Por supuesto, ha muerto Ted Kennedy pero los Kennedy siguen igual de vivos hoy que ayer.  

 
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