La vuelta del duque de Windsor

No ha sido de gran injusticia definir al Duque de Windsor como un cabeza de chorlito muy elegante. Algo le debemos todos los hombres, de un nudo de corbata a la posibilidad de llevar zapatos de ante con traje azul marino sin caer en la heterodoxia. Es casi seguro que en esa mezcla de despreocupación y superficialidad radicara parte de su atractivo, y no sólo en el hieratismo facial que acompañó a los monarcas de Inglaterra y pasó por extensión al ‘stiffed-lip’ de sus súbditos. Por otra parte, nunca faltan voces para decir que incrementar la elegancia propia es algo asequible cuando uno tiene a su disposición a los mejores sastres del mundo. Hoy sigue habiendo ejemplos visibles, del príncipe Carlos a Manolo Blahnik.

Una nueva biografía, a cargo de José Miguel Romaña, devuelve a la prensa el viejo perfil del rey tan breve. Ya desde los años treinta hubo sospechas de espionaje y colaboracionismo nazi, en parte por derrotismo –gran crimen en época de guerra-, en parte por anticomunismo. En general, al duque de Windsor le desasistió clamorosamente a lo largo de su vida la perspicacia política y la visión. Hitler lo hubiera querido de rey manejable en Inglaterra. El fascismo fue una moda entre la clase alta inglesa, como prueban Mosley y alguna alocada hermana de la familia Mitford, repleta de cotillas fascinantes. Por otra parte, es cierto que el matrimonio formado por el Duque y Wallis Simpson tuvo siempre querencias racistas. En realidad, ninguna anglofilia debe negar el hecho de que allí arriba ha predominado un racismo no por desustanciado menos real contra todo lo que no fuera británico, algo así como una hipertrofia del orgullo nacional.

Existe algo llamativo en que alguien de tanta finura en el vestir fuera de tanta tosquedad para el enredo político. Puede decirse que todo le salió mal, incluso la venta de su matrimonio como leyenda romántica, o la ocultación del dominio y las ambiciones de Wallis Simpson, modelo quizá de ‘jolie laide’. Más astucia y más resistencia hubieran vencido al establishment pues además él estaba en posición inmejorable para hacerlo. Por supuesto, nunca supo dejarse aconsejar para obrar con prudencia o tacto en una o en otra dirección. Se equivocó siempre, quizá porque, como dijo un noble de su país, el consejo rara vez es bienvenido, y quien más lo necesita es el que menos lo aprecia. Si había alguna duda, el caso de Eduardo VIII muestra cómo la elegancia no tiene traslación necesaria como virtud moral.

 
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