La semana monárquica

En el Senado

El Senado fue famoso por tener el mejor caldo de España y también por tener una de las mejores bibliotecas. La hemos podido ver el otro día, reducida a sala noble para el catering en la Conferencia de Presidentes, aun a riesgo de que a alguien se le caiga –trópico contra trópico- el café sobre las caobas. Madrid hermoso de nieve. Una vez, el senador Anasagasti le comentó al Príncipe que allí, en la biblioteca, habían rodado Harry Potter. Luego hubo que decirle al Príncipe que no.

Dezcallar sí, Dezcallar no

En el cursus honorum de Jorge Dezcallar se acumulan los puestos de responsabilidad política. Con tanto ideólogo y –sobre todo- con tanto perezoso peregrino por el mundo en la diplomacia española, olvidamos lo que en ella subsiste de aquella finura del primer siglo de oro. Dezcallar da ahí, como si fuera el legado ante el imperio de los venecianos. Ahora acaba de colocar a su jefe de prensa en Marruecos y el CNI, Ramón Iribarren, como jefe de prensa en la Zarzuela. Dezcallar está entre ese cogollo de nombres –Pertierra, Eduardo Serra y algún otro- en los que confía la Corona.

El Presidente de Vietnam

Ocurren cosas como ir al Congreso por la calle Jovellanos y que de pronto nos detengan porque viene el presidente de la república socialista de Vietnam. Viene en uno de esos viejos Rolls negros de rodar silencioso “para no espantar a los caballos”, según recuerda Alan Clark. Le siguen los motoristas de la Guardia Real en las únicas Harley Davidson bonitas que uno recuerda. Sorprende comprobar, en la comitiva, que el Parque Móvil del Estado conserva todavía magníficos Dodge Dart y Cadillac El Dorado. El presidente de Vietnam entra en el patio del Congreso. Suenan los himnos nacionales. Una lotera lo mira desde fuera. Luego, visita al Prado y la Zarzuela. Ya lo dijo un francés: “¡Qué hermoso es el Estado!”

Las cartas del Príncipe

Se ha sabido que el Príncipe Carlos de Inglaterra anda hostigando a los ministros de Su Majestad con misivas en las que les hace sugerencias sobre asuntos que despiertan su principesca inquietud: cuestiones de ecología y urbanismo, ante todo. Lo malo de sugerir, cuando uno es príncipe, es que las sugerencias tienen una repercusión de puñetazo en la mesa. Puestos a influir sobre temas de su interés, podría darles unas lecciones de sastrería. El asunto llega a The Guardian –periódico tibio con la monarquía- y, finalmente, Gordon Brown decreta el secreto para las cartas reales. Alguien le habrá dicho al príncipe Carlos que no se puede tener tanto tiempo libre.

 
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