Sabino y las virtudes públicas

La figura tan patricia de Sabino Fernández Campo remite ya a modelos de grandeza política, de Talleyrand a Metternich pasando por los modelos –El Cortesano de Castiglione- de la literatura política clásica. Esto vale como decir que, de alguna manera, trasciende la política hasta llegar a un modelo de moral pública. En parte, el recopilatorio de virtudes cívicas de Sabino Fernández Campo cobra mayor significación por el contraste no ya con la política de hoy sino con las servidumbres políticas de todo tiempo. A esto antepuso Sabino un sentido del honor. Su caso desmiente cualquier acusación de tosquedad a los militares.

En pocos se ha dado como en él esa correspondencia tan plena entre elegancia moral y sartorial: su sonrisa plácida, su dominio de las artes de la conversación, su misma manera de elevar la vejez –tan larga- a senectud. No le faltaron dolores a Sabino: la muerte de un varón, la muerte de su mujer, las enfermedades de sus hijas, su propia conciencia del declinar físico. En los últimos tiempos, su vivencia de la cercanía de la muerte puso algún ribete unamuniano en su sentido moral, simplemente la cercanía del Juicio. Sabino era hombre religioso. De ahí, tal vez, que tanta ‘finezza’ y tanta astucia fueran utilizadas siempre con noble propósito de rectitud: ese juego de equilibrios entre la lealtad absoluta y la obligación de decir lo que uno piensa, o la equivalencia de lo dicho en privado y lo dicho en público. Por esto dejaba siempre en su trato la fascinación de un cierto buen olor moral. Era, con su melancolía leve, con su ‘sprezzatura’ y sus enigmas, uno de los hombres más educados del país. Con él parece que muere algo muy antiguo.

 
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