Los Reyes, los cuadros y las fotos

La fotografía en buena parte vulgarizó el mundo y sustituyó en los rostros el misterio por los trucos de maquillaje. La pintura ofrecía lecturas más complejas, hasta la meditación: nunca deslindaremos tantas sugestiones como aparecen en los retratos de la senectud de un Felipe IV capaz de grandes pecados y grandes penitencias. “Es pálida su tez como la tarde, / cansado el oro de su pelo undoso, / y de sus ojos, el azul, cobarde”. Hemos visto su vida pintada hasta ser sólo un hombre viejo y complejo, lejos ya del posado ecuestre. Los reyes de la monarquía hispánica han sido, a lo largo de los siglos, los mejor retratados. Repasamos los rasgos habsbúrgicos repetidos genealógicamente en Tiziano, en Rubens, en Velázquez. Carreño de Miranda retrata a Carlos II, último Austria, residuo de tantas endogamias. Posaron todos para la historia y la grandeza. Ambas tienen sus baremos pero en todos queda el misterio.

Hay algo más que la poética de una época. Dejamos libertad a la imaginación para que represente tantos rostros matizados por las sombras del pasado, en la realidad y la veladura de la retratística. Aquello realzaba lo humano como mezcla de tiempo y de carácter frente a lo falaz de la instantánea. La pintura, como la vida, es más verdad. “No hay labios con verdadero calor’, afirma d’Ors, ‘si en ellos no se aloja la presencia de un pasado (…) y la habitación del pasado en el presente se llama nobleza”. El académico sino-francés François Cheng habla, por su parte, del rostro ‘en términos de ofrenda’, ‘porque el misterio y la belleza de un rostro, a fin de cuentas, sólo pueden captarse y revelarse mediante otras miradas, u otra luz’. Por supuesto, siempre ha habido pie para el escándalo: ningún ‘paparazzo’ de hoy será capaz de destruir una reputación como Goya al pintar a la familia de Carlos IV o a un Fernando VII capaz de todas las maldades. El pincel de Tiziano lo mismo sirvió para repasar las formas de una Venus que para pintar la gloria otoñal del emperador en Mühlberg, en los ocres inolvidables de una tarde. Es la mayor representación de la gloria política. Luis XIV se haría representar como Júpiter. Tuvo a Le Brun a su servicio para codificar el esplendor. Curiosamente, es una escena de familia –Las Meninas- la escena que más ha pervivido, con toda fuerza humana. Los reyes pasaban por allí.

Los reyes de hoy ya no posan con lebreles y escopeta. No somos mejores que los hombres de antes: a menos pintura, menos imaginario individual, menos capacidad de simbolismo y de comprensión de alegorías. Annie Leibovitz le dice a Isabel II que la corona queda muy vistosa y la reina de Inglaterra habla –“¿qué se cree usted que es esto?”- como si hablara una dignidad de siglos. Hubo expectación por las fotos en bikini de la princesa de Asturias. Más recientemente, se ha caído en la comparación irrespetuosa de los volúmenes culares de la princesa y Carla Bruni, aligerando la grosería. Fotografiamos fascinados sus zapatos. Sin duda siempre hay culpa en la mirada –el cotilleo es madre de la literatura, al fin y al cabo- pero algo hermoso se perderá cuando los reyes de hoy se dejen fotografiar a lomos de una Harley.

 
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