La Navidad y los reyes

El mensaje

En los últimos años, los mensajes navideños del Rey generan de antemano tanta expectación como después olvido. El arte de la retórica se hace muy difícil cuando se trata de describir la realidad sin que nadie se moleste, cosa esta complicada en una sociedad que prima el agravio. Lo más a mano es cierto angelismo, compatible con ese estilo oratorio militar del Rey que redunda en su credibilidad. Al tiempo, el mensaje tiene que cundir como ocasión cierta para mostrar solicitud paternal. En la tradición del mensaje se aprecia la monarquía como “poder inteligible”, según quería el victoriano Bagehot, acercando temas de calado institucional como, este año, la próxima presidencia de la UE. Por contraste con el discurso de la última Nochebuena, en esta ha habido algún guiño más zapaterista. El decorado, sujeto a polémicas estériles, ha sido simplemente más funcional: magnífico el jardín a través de la ventana, pero toda televisión quiere imitar al directo y se hizo un poco raro ver cómo atardecía en La Zarzuela mientras toda España se fundía en el negro de la noche.

El buen rey Wenceslao

Good King Wenceslas tiene la prosapia más selecta entre los villancicos. Suena una y otra vez, ahora en Navidad, con su inglés de arcaica belleza. Es lo propio de una vieja tonada medieval y de la leyenda de un rey santo, también medieval: Wenceslao o Václav, rey de Bohemia. Hace pensar en esas vidas de santos en las que aparece un ciervo con una cruz luminosa entre la cornamenta. La historia de Wenceslao ocurre en un día de San Esteban. El buen rey y su paje caminan por el bosque nevado y encuentran a un mendigo que pide limosna. El rey se apiada de él y comparten todos la comida. Al marcharse, el paje se siente perecer de frío, y el rey le insta a pisar sobre su huella. Esas huellas aquietan el frío del muchacho: irradian el calor de la caridad ardiente del buen rey. Wenceslao, Luis de Francia, Isabel de Hungría, nuestro Fernando: abundan los santos entre los monarcas, no así entre los presidentes de Gobierno.

Tarjetas de Navidad

La tarjeta de Navidad de los príncipes de Asturias muestra una pareja desenfadada, décontractée, los dos confiados en sí mismos, con cierto chic natural que se aprecia en las sonrisas y que hace pensar en los publirreportajes de alguna casa textil italiana como Brunello Cuccinelli, llenos de treintañeros saludablemente ricos. Quizá ella sonría algo más rígida, pero eso son cosas del carácter. La princesa escribe los nombres de las niñas. Es por estas felicitaciones reales por lo que ahora se ha puesto de moda el recibir tarjetones –por email o correo postal- en que toda la familia aparece asimismo sonriente, deseando felices Navidades, cosa que llama la atención –parecerían ser los protagonistas del asunto. Semióticamente, es remarcable tanto bandazo estilístico del príncipe, que ha pasado en unos años del pijo-classic a las modas italianas.

Carlos III

Carlos III no sólo fue el borbón más casto sino también el más piadoso, aunque aquí tuviera algún que otro desvío devocional y, en fin, se dejara convencer para barrer a los jesuitas con rara eficacia en policía. Fue también el gran rey belenista, en aquella Nápoles que llegó a tener un barrio de artesanos del pesebre. Fundó las manufacturas de Capodimonte: no en vano, su mujer era sajona como la porcelana, y cerca de Nápoles estaba el mejor caolín de Europa. Su confesor fue también muy devoto de los nacimientos. Siempre viajaba con uno. De Capodimonte mandaban al soberano las figuritas del belén, que el mismo Carlos III diseñaba y disponía. Luego no trajo el belén a España pero sí lo puso de moda. Pasó a la corte y luego –con toda rapidez- pasó al pueblo, que no dejaba de verse como participante del milagro al contemplar allí a un herrero o a un pastor ante el rey de la gloria. La tradición pesebrística prendió con fuerza en un país de imagineros y tallistas y con propensión al barroquismo. Es parte de la historia cultural de toda España. Por suerte, a los artistas contemporáneos no les ha dado por reinterpretar los belenes todavía.

Guillermo al raso

 

El príncipe Guillermo parece asumir una tradición de magnanimidad real al pasar una noche al raso, junto a los pobres, en Inglaterra. Casi parece que estemos ante un nuevo Wenceslao. También lleva al pensamiento a lo que fue la educación, de extrema minuciosidad y dureza, de los príncipes –recordemos tan sólo en la educación de Juan Carlos I. Es el viejo paradigma de que el rey, por deberse a su pueblo, no puede estar demasiado lejos o demasiado desatento al pueblo. Además de la mercadotecnia, late en el gesto la noción de que el privilegio se compensa con la responsabilidad.

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