"El emperador Carlos I era un monarca sin doblez"

Así define Jean Sévillia, autor de una nueva biografía del Emperador de Austria, al hombre cuyo proceso de canonozación está incohado tras su beatificación por el Papa Juan Pablo II hace ya casi un lustro, el 3 de octubre de 2004. El autor, experto en la vida del monarca y de su mujer, la emperatriz Zita, sobre la que ya publicó una exhaustiva biografía en 1997, analiza su gran talla humana y el papel político que desempeñó en los difíciles momentos de la Primera Guerra Mundial.

FOTOGRAFÍA: IPAPRESS

La biografía no es la única que se ha escrito recientemente sobre el emperador. Hace pocos años, en 2005, Michel Dugast Rouillé publicó su “Carlos de Habsburgo, el último emperador”, prologado por el archiduque Rodolfo, hijo del biografiado. Años antes, en 1997, el periodista de Figaro Magazine Jean Sévillia nos había deleitado con su excelente “l’impératrice courage” donde había plasmado con maestría la vida de la última emperatriz de Austria, Zita de Borbón-Parma, madre y emperatriz coraje, joven viuda que tuvo que sacar adelante con enorme esfuerzo a sus ocho hijos, vástagos de un matrimonio feliz y muy unido, truncado por la prematura muerte del emperador Carlos I de Austria en la isla de Madeira.

"Carlos I era un monarca sin doblez". Así define el autor al personaje que se encontraba bajo las coronas y tronos que poseyó. Era Emperador de Austria, Rey de Hungría, Bohemia, Croacia, Eslovenia, Dalmacia, Galicia y Lodomeria, pero era simple y discreto, caritativo e idealista, sabedor de que a quien mucho se le da, mucho también se le va a exigir en el momento definitivo de encontrarse cara a cara con el Altísimo.

Era un hombre que conocía la compasión, sufriendo con los sufrimientos de su prójimo e intentando aliviarlos. Aborrecía la guerra que vivió muy de cerca al estar su país inmerso en plena primera contienda mundial cuando asumió la doble corona. Por eso intentó una paz por separado con los Aliados, frustrada por Wilson y Clemenceau. Era un auténtico católico, con una fe profundamente arraigada en su corazón, agradecido por ese don divino que le movía, en su intimo pensar, a ser fiel a Dios y a sus designios.

No olvidaba que era rey ungido de Hungría, rey apostólico en todo el sentido de la palabra, lo mismo que los reyes de España, Francia o Portugal eran –o deberían ser- reyes católicos, cristianísimos o fidelísimos, respectivamente. Llevar la Corona de San Esteban le obligaba a cumplir una misión sagrada y fue fiel a ella. Fiel también a su esposa a la que amó hasta el fin de sus días con ese amor sereno y fuerte que ninguna tempestad hace zozobrar.

Monarca casi por casualidad, sin esperarlo ni desearlo, se convirtió en emperador tras las sucesivas y violentas muertes de los archiduques Rodolfo en Mayerling y Francisco Fernando en Sarajevo. Procuró con rectitud de intención hacer lo mejor para su pueblo y para su alma en toda circunstancia. En las más de trescientas páginas del libro de Sévillia “Le dernier empereur. Charles d’Autriche 1887-1922”, editado por Perrin, se puede recorrer con todo detalle la vida de quien el autor llamó en una ocasión con razón “el emperador de la paz”.

Amadeo-Martín Rey y Cabieses

 

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