El príncipe barbudo

Un día se la quita, otro se la deja. Va por temporadas. Me refiero al heredero, al príncipe Felipe, y su poblada barba.

Últimamente la luce, como ocurrió en la fiesta nacional, el 12 de octubre, en el desfile de la plaza de Neptuno y en la recepción del Palacio Real. Así se le ha visto también este fin de semana en Luxemburgo, en la boda del heredero ducal.

Ya sé que es un asunto muy personal, pero no acabo de entender esos cambios, que pueden desconcertar a la gente si se repiten con demasiada frecuencia. En una sociedad de imagen, como la que vivimos, tales cuestiones tienen alguna relevancia.

Soy de la opinión de que esa barba, ya bastante cana por cierto, no favorece demasiado al príncipe. Entre otras cosas, porque le hace demasiado mayor. Don Felipe tiene 44 años, camino de 45, pero con ese adorno facial pareciera tener unos cuantos más.

¿Por qué su afición a lucir barba? He de suponer que porque le gusta, claro. Pero también porque igualmente está de acuerdo la princesa Letizia, de la que se cuenta que tiene mucha mano en los que atañe a cuestiones de imagen de los herederos.

Pero, si lo que se persigue es trasladar a los ciudadanos una especie de señal, en la línea de que el príncipe es persona madura, y en condiciones por tanto de asumir con garantías la Jefatura del Estado, el empeño se me antoja superfluo. Porque el príncipe ha acreditado ya de sobra esa y otras cualidades.

Es más. Si tal fuera la finalidad del recurso a la barba, constituiría incluso un rasgo negativo, como de desconfianza del príncipe en sí mismo, en lo que ahora es y representa.

El general MacArthur era un personaje muy celoso de su imagen pública. Recibía abundantes cartas de ciudadanos admiradores suyos, las leía todas y tomaba buena nota. El general solía llevar consigo un grueso bastón (casi parecía un garrote), y en una de las misivas le plantearon si era porque lo necesitaba para sentirse más seguro. Apenas leer esas líneas, MacArthur arrojó el bastón en un (casi parecía un garrote), y en una de las misivas le plantearon si era porque lo necesitaba para sentirse más seguro. Apenas leer esas líneas, MacArthur arrojó el bastón en una papelera y dejó de utilizarlo.

 

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