José María Pemán, visto por Antonio Buero Vallejo

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José María Pemán y Pemartín (1897 - 1981).

Antonio Buero Vallejo escribió en 1975 un homenaje a José María Pemán, compañero suyo en la Real Academia Española. En el texto se refiere a otro escritor, Alfonso Sastre, quien en esa fecha demandaba, con agradecimiento a Pemán, "Paz verdadera para todos".

Para este homenaje al escritor gaditano también se sumaron Gerardo Diego, Dámaso Alonso, Vicente Aleixandre, el Cardenal Vicente Enrique y Tarancón, Emilio García Gómez y Fernando Lázaro Carreter. El texto de Buero Vallejo puede leerse a continuación: 

                                                             * * *

Pemán era como un patriarca de la derecha literaria y política cuando yo empezaba. Joven discrepante de sus ideas políticas y literarias, bien podía yo entregarme al menosprecio y al denuesto, según mala costumbre. Pero ya estaba entonces yo convencido de que, en el terreno del arte, las leyes de la dialéctica histórica debían actuar mediante las obras de cada cual y no mediante la maledicencia. Respeté, pues, a Pemán mientras intentaba mi propio teatro. (Y se dirá tal vez: ¡Bonita manera de iniciar unas líneas de homenaje! Pero yo confío en que la clara inteligencia de don José María estimará más este desenfado que el yerto elogio usual).

El desenfado no impide el homenaje y lo vuelve más sincero. Cosa normal es la diferencia de criterios teatrales entre los del gremio y entre generaciones distintas. Más yo —como dice Ridruejo— no voy a restar aquí, sino a sumar: a recontar algunas de las cosas que, en el álbum íntimo de la memoria, me ha dejado, vivas, la obra de Pemán. Si a mi labor le pasara otro tanto en el recuerdo de quienes nos suceden, ¿qué mejor suerte podría alcanzar como escritor?

Once años tendría cuando leí algo de él por primera vez: “Apuntes para una elegía de Beethoven sordo”, cuyos versos aún podría recitar… Como podría repetir otros hallazgos de la prosa de nuestro amigo. Pero ¿y del teatro? Porque yo soy un hombre de teatro.

También tiene, es claro, su lugar en el álbum. Allí guardo ráfagas y fulgores de su delicioso costumbrismo: la fina sandunga de otras como “El viejo y las niñas”, o aquel estupendo coro de la Murga gaditana en “La viudita naviera”, más vivo —¡y hasta experimental!— que algunas sesudas pedanterías de otros autores más recientes. O esa extraordinaria comedia que es “Los tres etcéteras de Don Simón”, donosa burla del encasillamiento ideológico en que unos y otros encerraban a su autor y tan desconcertante, por ello, para amigos y adversarios, y tan aplaudida por todos.

Pero donde, a mi ver, Pemán da toda su estatura dramática es en sus tragedias clásicas. Porque son muy suyas, pese a su modesta calificación de adaptaciones libres. Suya es la tierna “Gorda” en que su visión de poeta convierta a Electra; suyos, su “Edipo”, su “Antígona” o su “Tyestes”. Con estos y otros estrenos de empuje, Pemán devolvió el peso y la responsabilidad de los trágicos a una escena —y a una audiencia— obstinada en triviales monerías. Lo hizo, cierto, con la elegante mesura de quien no parece querer provocar; más no por ello dejó de reintroducir en nuestras salas la suprema problemática de los hombres, a través de obras que no buscaban el público fácil, aunque terminasen por hallar su público. Esa fue la decisión, la honestidad, el amor al teatro de un auténtico dramaturgo. Y no, precisamente, a golpe de pura arqueología. Aun recuerdo la irónica glosa de D’Ors por los pasillos, la noche de “Electra”: “¿Qué hacen en el texto esas incrustaciones de Infanta Isabel?”. Veinticinco años después y desde criterios más modernos, habría tenido que admitirlas.

Que Pemán acepte estas pobres palabras, tan tardías después de no pocas suyas de aprobación y aliento generoso a mis pugnas escénicas. Y a las de otros: valga, como ejemplo, aquel cálido y oportuno artículo que dedicó, en 1960, a un compañero por cuya actual situación estará tan inquieto como yo mismo. Me refiero al bello rasgo de Pemán cuando se estrenó “La cornada”, y que hubo de agradecer Alfonso Sastre en carta pública donde invocó “paz verdadera” para todos. En esa paz verdadera, profesionalmente acreditada por un espontaneo compañerismo sin zancadillas, he visto instalado, desde que lo conozco, a don José María: esta ha venido siendo su lección humana, casi más necesaria, hoy..., que el teatro que entre todos podamos ir haciendo todavía.

 

Antonio Buero Vallejo.

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